Hace unos años, los periodistas argentinos Miguel Bonasso y Mauro Federico pusieron nuevamente sobre el tapete un hecho que en su momento tuvo una acotada difusión pública y que hoy, extrapolando, podría vincularse causalmente con esta situación.
En el año 1986 y de manera sumamente reservada, se celebró un convenio entre una entidad pública de nuestro país dependiente del Ministerio de Salud Pública de la Nación, el Centro Panamericano de Zoonosis (CEPANZO) con sede en la ciudad de Azul, provincia de Buenos Aires, y las empresas farmacéuticas Transgene (Francia) y Wistar (Estados Unidos). El acuerdo tenía por objeto experimentar una variedad de “virus recombinante” (la combinación genética de distintos tipos de virus) con el fin, se decía, de generar una vacuna apta para todos ellos. En este caso, se trataba del virus de la rabia y el de la viruela y lo que se buscaba, o se decía buscar, está dicho: una vacuna “polivalente” para ambas enfermedades. En realidad, quizás no pecaremos de excesivamente paranoicos si suponemos que con el mismo criterio lo que se buscaba era “construir” biológicamente un virus doblemente letal, mortal por cualquiera de las sintomatologías que provocara en los afectados.
En el experimento de marras, se prepararon grupos “testigo” de vacunos, algunos de los cuales fueron inoculados con el nuevo virus para observar su evolución, mientras otros no, algunos de estos últimos en contacto directo con los primeros y otros aislados. Pero la cosa no terminaba allí: durante el proceso, se ordenaba a un grupo de empleados ordeñar a esos animales. Lo que realmente se buscaba era estudiar el eventual mecanismo de contagio al estar expuestos a los mismos. Como si fuera poco, el producto obtenido se suministraba a otro grupo de empleados —ninguno de los cuales, en ningún momento, supo que era parte de tal peligroso experimento— y el sobrante se comercializaba en la ciudad. Según la publicación “El médico del conurbano”, donde se reflejara oportunamente parte de esta investigación de la mano del periodista Federico, “ex trabajadores del establecimiento recuerdan que ‘había milicos norteamericanos por todas partes’.
El asunto trascendió la “oficial clandestinidad” cuando en ese mismo 1986 el investigador argentino Mauricio Seigelchifer estaba becado en el Instituto Wistar. Allí se enteró de lo que se estaba haciendo en Azul, y “destapó la olla”. En poco tiempo la prensa internacional tomó contacto con las pruebas en el CEPANZO, hasta llegar a la primera plana del New York Times. Por supuesto Seigelchifer fue despedido del Wistar en Estados Unidos, mientras en Buenos Aires el Ministerio de Salud de la provincia nombraba la primera Comisión investigadora que seguiría el caso, y cuyo informe fue lapidario: “El experimento se está realizando en condiciones de seguridad inaceptables para todos los participantes y de riesgo de diseminación de un virus recombinante desconocido en la naturaleza”, decía, y recomendaba medidas urgentes.
Dos años después, el experimento de Azul moría en el olvido. Con el paso del tiempo se cometieron errores inexplicables. Se descongelaron los sueros de las vacas en los que se debían buscar los anticuerpos contra la rabia. Descuidadamente se mezclaron los rótulos de las muestras. Además, casualmente, algunos de los argentinos que debían esclarecer el caso, pasaron a ocupar importantes cargos en los organismos involucrados en el experimento de Azul. Como broche, en 1990 toda la documentación sobre el caso desapareció misteriosamente de la caja fuerte del Ministerio de Salud y Acción Social de la Nación, según denunciara Alberto Chazarreta, miembro de aquella comisión. Las vacas utilizadas en la experiencia fueron sacrificadas y enterradas bajo 1600 kilos de cal viva. Pero, ¿qué fue del virus? ¿Qué fue de los animales que estuvieron en contacto con este ganado? ¿Qué se hizo de los terneros que estas vacas lecheras tenían al pie? ¿ Qué de sus excrementos?. Por último: ¿en qué estado quedaron los ordeñadores que contrajeron el virus, y sus familias que durante meses consumieron la leche de esas vacas?.
AZUL, 1993 (informe de la revista “Humus”, noviembre de 1993, publicada en la
web “Ovnivisión”)
Este año, más de 100 personas fueron afectadas por una “enfermedad virósica de
origen desconocido”, en la zona de Chillar, en Azul.
Según los primeros informes médicos, la enfermedad se trasmite rápidamente de persona a persona. Los afectados manifiestan inflamación de los ganglios, colon, genitales, enrojecimiento de la boca, y unas pequeñas manchas en el abdomen que no pican ni arden.
“La evolución de los pacientes es óptima, y ningún caso es de gravedad”, aclara el informe.
Pese a no saber de qué se trata, las autoridades minimizan posibles riesgos. Parece, por lo menos, aventurado.
Frente a estos síntomas, y al temor de que se tratase de meningitis, el Ministerio de
Salud de la provincia envió dos especialistas: tomaron muestras y confirmaron que no se trataba de esa enfermedad sino de algo desconocido y “altamente contagioso”, tanto así que los dos profesionales se contagiaron sólo 12 horas después de haber evaluado los primeros pacientes.
Del virus que provoca la misteriosa afección nada se sabe. Habría que investigarlo.
Según el Dr. Moisés Spitz, Director del Instituto de Microbiología Carlos Malbrán, (donde
las muestras analizadas se utilizaron sólo para descartar la meningitis), el país cuenta con
condiciones tecnológicas para llevar adelante los estudios. Según otras fuentes, no es así.
Hay quienes sostienen que la eventualidad de una conexión entre los experimentos del “86” y la actual enfermedad ahuyenta cualquier posibilidad de que la investigación se efectúe en la Argentina. Por ahora las autoridades han encargado la preparación de muestras para ser enviadas a analizar en Atlanta, Estados Unidos.
Por otra parte, aunque el Dr. Saúl Gleich, Director Provincial de Medicina Sanitaria,
descartó rotundamente cualquier vínculo entre los dos episodios, destacados especialistas relacionados con la cuestión prefieren ser más prudentes, sin que falte quien abriga serias sospechas de que exista alguna conexión. Sería interesante saberlo. Entre otras cosas porque de la enfermedad del ’93 se conoce tan poco que ni siquiera puede aventurarse algo sobre eventuales efectos posteriores. Hay investigadores interesados en descubrir si este virus tiene algo de “vaccinia” —El virus Vaccinia es el “virus vivo” que se encuentra en la vacuna contra la viruela; es un virus de tipo “pox” de la misma familia del virus de la viruela; cuando se aplica a los seres humanos en forma de vacuna, ayuda al cuerpo a crear inmunidad contra la viruela; la vacuna no contiene el virus de la viruela y no puede causar viruela— y sostienen que intentarán averiguarlo por su cuenta.
Así que la situación hipotética que aquí enfrentamos podría resumirse de la siguiente manera: en 1986 militares norteamericanos, un laboratorio de la misma nacionalidad y uno francés, con el apoyo de parte del gobierno argentino, realizan experimentos bacteriológicos secretos en la localidad de Azul. Estos experimentos, sumamente deficitarios, son suspendidos cuando la prensa internacional primero y la nacional después —y no al revés, como sería lógico— los reflejan, provocando una investigación oficial que da por terminados los mismos. Conscientes de que el material y conclusiones realmente importantes son llevados fuera del país por los especialistas extranjeros, aquí se abandonan las instalaciones, parte del personal es reabsorbido por otras funciones laborales dependientes del gobierno (lo que en una nación de permanente inestabilidad económica como la nuestra es suficiente para comprar el silencio) y muy posiblemente las cepas, o parte de ellas, quedan fuera de control así como las “consecuencias colaterales” de tales trabajos. Siete años más tarde, una extraña enfermedad se despierta casualmente en la misma ciudad.
Muestra su aspecto más benigno, ciertamente, pero es altamente contagiosa, pasa inadvertida para la prensa y aparentemente “desaparece” sin más. Y en el 2002, una extraña ola de mutilaciones comienza precisamente en la región de Azul.
Esto nos obliga a hacernos varias preguntas. Por ejemplo: ¿será mera casualidad que esta oleada mutilatoria comience precisamente en esta zona, o puede suponerse que allí se produjo como una forma de “control”, preventiva o de evaluación asociada a aquellos ya viejos experimentos (obsérvese que las partes orgánicas de las personas afectadas por el virus del 93 son similares a las partes mutiladas de los vacunos nueve años después, y recordemos (por si ustedes se preguntan por la falta de los ojos en los animales y de deberse los mismos a la acción mutilatoria, que el virus de la viruela se aloja también en las córneas), pero en una operación de inteligencia se “extiende” artificialmente el fenómeno a
un área enorme, precisamente para despistar. Si quedara constreñida a la zona inicial — cercanías de Azul— era cuestión de tiempo que alguien los vinculara con los hechos del ’86 y del ’93. Al difuminarse en la geografía, se confundía fácilmente esa apreciación.
Otra pregunta: ¿es casualidad que mientras que las filiales del INTA de todo el país, ya sea en forma oficiosa o extraoficial, tomaran intervención cuando se reportaban mutilaciones, Azul sea la única localidad donde no lo hicieron, encargándose de ello el INTA Balcarce o la Universidad Nacional del Centro de Tandil?. ¿Será porque en el INTA Azul aún había personal afectado originariamente al CEPANZO que podría comprometer el secreto?.
Pero las extrañas consideraciones no terminan aquí: el laboratorio Wistar tiene una historia propia de verse implicado en experimentos salidos de control, y de hecho, se le ha acusado de haber provocado el SIDA, nada menos. Veamos la historia.
Desde que se descubrió el virus que produce una enfermedad gemela en el chimpancé (conocido como SIV) se ha tratado de explicar el origen del SIDA como el salto del SIV a los seres humanos, y una de las hipótesis que ha tenido mayor acogida es la de que haya sido un accidente de laboratorio, inducido por científicos que trabajaban (a partir de 1957) en una prueba de campo de la vacuna contra la polio en el entonces Congo Belga (más tarde Zaire al independizarse y actualmente República Democrática del Congo). En estos trabajos científicos patrocinados por el Instituto Wistar de Filadelfia, y como medio de cultivo del virus atenuado de la poliomielitis, se utilizaban tejidos procedentes de simios (aunque Wistar afirma que sólo usaron macacos asiáticos); por ello, si se comprueba que en el material de las vacunas (conservadas desde entonces) se encuentran restos de tejidos de chimpancé o bien ADN del HIV, tendremos una evidencia más de la factibilidad de esta hipótesis. El lunes 11 de septiembre de 2002, en una reunión convocada al efecto en Londres por la más antigua, respetada y admirada sociedad científica del mundo, la Royal Society, expertos en SIDA, investigadores de diferentes países, se reunieron para estudiar la evidencia existente a favor y en contra de esta hipótesis. Sus conclusiones fueron que los trabajos de Wistar eran absolutamente ajenos a la epidemia de SIDA. Pero no podemos dejar de señalar ciertas cosas: en primer lugar, algunos científicos que tomaron parte en la campaña ’57-’61 eran miembros de este mismo comité que juzgaba esas actividades (los doctores Stanley Plotkin y Hilary Koprowski). Lo segundo: que una reunión tan importante —extrañamente agotada en una sola sesión de trabajo— como para dirimir responsabilidades humanas en la propagación del HIV entre humanos se realizara precisamente el 11 de setiembre (primer aniversario del trágico atentado al WTC— ¿también es pura casualidad, o se contaba con que ese día la atención de la opinión pública mundial estaría centrada en la conmemoración y en el temor de un nuevo ataque, pasando
tal noticia totalmente inadvertida en un segundo plano de la información, como realmente pasó, a fin de que los periodistas no se mostraran demasiado inquisitivos?.
La responsabilidad de Wistar ya la adelantó el investigador Edward Hooper, principal
propulsor de la teoría de la vacuna contaminada, quien afirmó en su libro “El Río”, que científicos del Instituto Wistar habrían utilizado riñones de chimpancé para producir algunos lotes de la vacuna e infectado con el virus de los chimpancés a quienes fueron inoculados.
Se propusieron dos hipótesis: la primera, sostenida fuertemente por diferentes
investigadores como Hahn y su grupo (por ejemplo en Science 287: 607-614, 2000), se refería a una “transferencia natural”, en la que un cazador con alguna herida comió o fue lastimado por un chimpancé infectado. Este pobre cazador hipotético sería el responsable de la pandemia que ha causado más de 50 millones de infecciones por VIH en el mundo, posibilidad morbosamente atractiva para el periodismo amarillista pero, en términos científicos, francamente ridícula. La segunda hipótesis cobró relieve curiosamente a raíz de su publicación, no en una revista científica, sino en una revista de rock. En efecto, el periodista Tom Curtis publicó hace diez años un ensayo titulado “El origen del SIDA” en la revista Rolling Stone (19 de marzo de 1992, pág. 54). Planteó que el SIDA pudo originarse,
no de una transferencia natural, sino a partir de la experimentación de una vacuna contra la poliomielitis, de tipo CHAT, llevada a cabo entre 1957 y 1960 en África Central (Burundi, Ruanda y Zaire) por Hilary Koprowsky y otros investigadores del Instituto Wistar, de Filadelfia.
En ese entonces, el artículo de Curtis no fue en modo alguno desestimado, al grado de que se inició una demanda contra la publicación que llevó a la revista a hacer una aclaración para evitar los cargos en su contra (Rolling Stone, “Origin of AIDS update”, 9 de diciembre de 1993, pág. 39). El asunto llegó también a las revistas científicas más prestigiosas, pues Koprowsky envió una carta a Science en la que hace varias referencias a Curtis en un tono despectivo (Science 257: 1024), da sus argumentos y terminó clamando por salvar a los niños de la parálisis consecutiva a la polio, de las angustias de los padres, y aseguró que la vacuna era y seguía siendo segura. Su nerviosismo fue evidente. Un mes después envió una nueva carta a Science solamente para hacer algunas rectificaciones a las notas de pie de
página de la carta previa. Science se negó a publicar una respuesta de Curtis.
A consecuencia del escándalo generado por el artículo de Curtis, el Instituto Wistar encargó a un comité externo un dictamen. El grupo de expertos, encabezado por Claudio Basilico, de la Escuela de Medicina de la Universidad de Nueva York, emitió un documento en el que respondía, una a una, las críticas de Curtis. En resumen, señaló que las probabilidades de que se hubiera producido una inoculación inadvertida de un precursor desconocido de VIH en niños africanos durante las campañas de vacunación de 1957 son extremadamente bajas, pues: 1) Las probabilidades de contaminación en los protocolos empleados son sumamente pobres. 2) La transmisión del VIH por vía oral (que es el medio de administración de las vacunas contra la polio) es también extraordinariamente rara. 3) Es mucha la distancia evolutiva entre los virus de inmunodeficiencia en monos y el VIH en
humanos, y 4) El caso del marinero de Manchester (uno de los primeros casos reportados con SIDA) que presumiblemente adquirió la enfermedad antes de 1957. De modo por demás interesante, este comité agregó que el examen de las vacunas empleadas (algunas muestras se encontrarían congeladas en el propio Instituto Wistar) sería inapropiado, pues resultaba una empresa laboriosa, costosa y probablemente no concluyente. Pero en el informe del 2002, tal revisión se denunció como imposible ya que, a estar de la información suministrada, todos los cultivos habían sido destruídos. En consecuencia; ¿miente la Royal Society al dar como eliminados unos cultivos que realmente existen, o miente el equipo de Basilisco al suponer como “inapropiado” un reexamen de virus que en realidad hacía muchos años ya habían sido destruídos?. En cualquiera de los dos casos, la incertidumbre y preocupación que esto genera es enorme.
La centenaria agrupación científica inglesa se vio realmente muy mal. El resultado,
difundido ampliamente en la prensa científica internacional, es la falsedad de la hipótesis de la vacuna sostenida por Hamilton y Hooper. Así, el Instituto Wistar presentó el resultado de una segunda “evaluación externa” en la que, por fin, cedió a tres laboratorios independientes el examen de las muestras de vacunas congeladas en la etapa de 1957-1960, y en ellas basó su defensa, ¡que quedó centralizada en el mismo comité que utilizó en 1992 para enfrentar a Tom Curtis!, presidido por el mismo Claudio Basilico e integrado por Clayton Buck, del propio Instituto Wistar; Ronald Desrosiers, de la Escuela de Medicina de Harvard; David Ho, del Centro de Investigación en SIDA, de Nueva York, y Eckard Wimmer, de la Universidad de Nueva York Stony Brook. Todos en activo en aquella época.
Sin embargo, toda la argumentación de Wistar, a través de su comité, se basó en las muestras que consideró en 1992 como poco útiles para obtener resultados confiables. En efecto, en el primer reporte, Basilico y sus colegas habían señalado claramente que las muestras conservadas en congelación no podían ser identificadas como las mismas que fueron usadas en África, o que formaran parte de los lotes preparados al mismo tiempo en el mismo laboratorio. También señalaban en aquel entonces que, en caso de realizarse un examen, un resultado negativo, es decir la ausencia de algún virus, no podía ser concluyente. Todavía más. En la ponencia presentada por Hooper el 11 de septiembre del 2002, en la reunión de la Royal Society, se aludió al testimonio de Hilary Koprowsky publicado en su biografía, que en la página 240 señala que el lote de la vacuna usada en África ya no existía.
Es tal vez un dato meramente anecdótico y no causal, pero vale la pena recordar que el hombre mutilado en el incidente de Guarapiranga, Brasil (sobre el que informáramos ampliamente en Al Filo de la Realidad Nº 78;, Joaquim Sebastian Goncalves, de 53 años de edad a la sazón, estaba medicado, en razón de su epilepsia, con un fenobarbital anticonvulsivo de nombre comercial “Gardenal”.
Al presentar cuadros epilépticos, el fenobarbital interrumpe o normaliza los impulsos eléctricos del cerebro, interrumpiendo la crisis al crear un estado de laxitud absoluta. Vale recordar que uno de los factores que más llamó la atención a los avezados especialistas veterinarios y hombres de campo en las mutilaciones era la falta de “pataleo agónico”, esto es, de covulsiones propias del animal durante los instantes previos a la muerte, al punto de sospecharse el uso de algún narcótico (y recuérdese también el hallazgo de “oxindol” en el paladar de un par de animales). Un fenobarbital, ciertamente, podría provocar esa laxitud y… ¿adivinen a quién pertenece la patente del “Gardenal”?. Acertaron: al laboratorio Wistar.
Así que esta segunda hipótesis podría resumirse así: Debido a consecuencias no deseadas de los experimentos del ’86 —o tal vez como control de un rebrote de los mismos— un grupo operativo mutila animales, primeramente en cercanías de Azul —no necesariamente en la misma localidad porque en 16 años, no sólo los animales originales que no han muerto pueden haber dispersado el contagio en sus congéneres, sino las crías venderse a estancieros cercanos, etc— y luego, se amplía el radio de mutilaciones para “enmascarar” la operación, aprovechando algunos causales naturales, en la misma secuencia que describiéramos para la primera hipótesis. En estas tareas se emplean variantes de fenobarbitales producidos por las mismas empresas implicadas, las cuales, quizás, realizaron también experimentos en humanos, disfrazándolos de “agresiones extraterrestres” o asesinatos propios de psicópatas, no sólo para confundir a los investigadores sino también para restarles, de cara a la opinión pública, credibilidad.